Esta vida (II): libertad espiritual
Introducción a This Life (2019) de Martin Hägglund
Traducción por Lucas Seamanduras

[Esta es la segunda parte de la introducción a This Life. La primera parte se encuentra aquí
https://lucas-sa.medium.com/esta-vida-bf4ca84a065e]
Esta vida se dirige a audiencias tanto religiosas como seculares. Invito a los religiosos (y aquellos con inclinaciones religiosas) a preguntarse si de hecho tienen fe en la eternidad y si esta Fe es compatible con el cuidado que anima sus vidas. Además, invito a lectores seculares y religiosos que vean porque la finitud de nuestras vidas no debe considerarse una falta, una restricción, una condición caída. En lugar de lamentar la ausencia de eternidad, deberíamos reconocer el compromiso a la vida finita como la condición para que algo esté en juego y para que cualquiera lleve una vida libre.
Mi crítica de la fe religiosa no apela principalmente al conocimiento científico y mi crítica a los valores religiosos no apela a hechos científicos. Más bien, proveo una nueva perspectiva sobre lo que creemos y lo que valoramos. Al cuidar de alguien o algo, ya estamos practicando una forma implícita de Fe secular en lo que hacemos, pues estamos dedicados a alguien o algo que es frágil. Mi objetivo es hacer explícita la Fe secular en nuestra comprensión de lo que hacemos y así abrir posibilidades emancipatorias para transformar nuestras prácticas de cuidado así como nuestra vida comunal.
Mi argumento reta una de las suposiciones más ampliamente compartidas sobre la religión. De acuerdo a muchas encuestas, más del 50 por ciento de estadunidenses creen que la fe religiosa es necesaria para llevar una vida moral y responsable. La misma suposición es parte de un renacimiento más general de teología política, tanto entre filósofos prominentes como el público en general. El historiador intelectual Peter E. Gordon ha proveído la definición más amplia de teología política, rastreando su resurgimiento en pensadores como Charles Taylor, Jürgen Habermas y José Casanova. En la explicación de Gordon, la teología política se define por dos tesis. La primera tesis postula un déficit normativo: la vida secular sufre de una falta de sustancia moral y no puede establecer un terreno viable para nuestra vida política conjunta. La segunda tesis postula una plenitud religiosa: para compensar por el déficit normativo, la vida secular debe virar a la religión como el único y privilegiado recursos para la instrucción político-moral, sin el cuál la sociedad no puede mantenerse cohesiva. Como muestra Gordon, ambas tesis de teología política son notoriamente persistentes no sólo en la historia de las ideas sino también en Filosofía contemporánea y Sociología.
Dicha teología política contribuye a una narrativa negativa y generalizada sobre la vida secular. En nuestra era secular, se dice que la fe en la vida eterna o el ser eterno ha decaído. Permanece una amplia noción que este lapso en fe religiosa es una gran perdida y que nuestra esperanza por la eternidad expresa nuestro deseo más profundo, incluso aunque sea irrealizable. La vida secular estaría entonces caracterizada por un déficit normativo y uno existencial. Debido a la secularización, supuestamente hemos perdido tanto el fundamento moral requerido para mantener una sociedad cohesiva como la esperanza redentora necesaria para encontrar sentido en nuestras vidas.
La versión más influyente de esta evaluación negativa de la vida secular fue formulada por el sociólogo Max Weber a inicios del siglo XX. La famosa declaración de Weber que la vida secular sufre de un “desencantamiento” del mundo sigue funcionando como una coartada para la teología política y para infundir el sentido que la sociedad sin fe religiosa es irremediablemente carente. Acorde a Weber, el desencantamiento tiene tres implicaciones importantes. Primero, el desencantamiento significa que no podemos apelar a “fuerzas misteriosas incalculables” — o alguna otra forma de explicación sobrenatural — para lo que sucede en el mundo. Más bien, la forma de la razón se convierte en una instrumental, la cual asume que “podemos, en principio, controlar todo por medio del cálculo”. Segundo, Weber significa el desencanto como “los valores más sublimes y definitivos se han retirado de la esfera pública”, por lo que estamos impedidos de cualquier forma de “comunidad genuina”. Tercero, Weber lamenta que el desencanto implica que la muerte ya no es un “fenómeno significativo”.
Weber sostiene que los seres humanos que vivieron en un mundo encantado (su ejemplo es “Abraham, o algún campesino del pasado”) tuvieron una relación “significativa” a la muerte porque supuestamente murieron “con una vida plena” y se vieron a sí mismos perteneciendo a un “ciclo orgánico”. Cuando Abraham o el campesino del pasado estaban al borde de la muerte, éste podía considerar que había tenido “suficiente” vida porque “le había dado lo que la vida tenía que ofrecer” y “para él ya no quedaban acertijos que deseara resolver”. En contraste, la persona a quien Weber describe como desencantada (“el hombre civilizado”) nunca puede ver su vida como completa, pues está comprometido a la posibilidad del progreso (“el continuo enriquecimiento de la cultura a través de ideas, conocimientos y problemas”) en el que quiere participar. Dicha persona siempre estará insatisfecha, argumenta Weber, pues su vida nunca puede estar completa: “sus logros siempre son algo provisional y nunca definitivo, y por tanto la muerte para el es una ocurrencia sin sentido”. En lugar de verse como la conclusión significativa a una vida y el ascenso a la eternidad, la muerte se ve como una interrupción sin sentido de la vida. Esto guía a Weber a la conclusión que los compromisos al progreso mundano hacen de nuestra vida una sin sentido en lugar de significativa: “Porque la muerte no tiene sentido, la vida civilizada como tal no tiene sentido; por su mismo progresismo da a la muerte la marca del sinsentido”.
Desde que Weber hizo este diagnóstico a inicios del siglo XX muchos pensadores han intentado ofrecer una cura para el desencanto y el sentimiento de sinsentido que supuestamente son inherentes a la vida secular. Mi argumento es que, al contrario, el diagnóstico en sí mismo es engañoso y debería cuestionarse por todas partes.

El problema principal es que Weber falla en comprender el compromiso a la libertad que es un logro histórico distintivo de la vida moderna y secular. Para Weber, todo lo que queda cuando substraemos las normas y valores religiosos de nuestras vidas es una empobrecida razón instrumental que desarma cualquier “valor último” o “comunidad genuina”. Pero la idea de una razón instrumental que opera por sí misma es ininteligible. No podemos razonar instrumentalmente sin un propósito por el cuál guíamos nuestras vidas, pues nada puede contar como un medio excepto a la luz de un valor que mantenemos como fin en sí mismo. Si no tuviéramos propósito definitorios — si todo fuera reducido a medios instrumentales — sería imposible entender el punto de hacer cualquier cosa. En contraste con la fe religiosa, la Fe secular reconoce que los propósitos que definen nuestras vidas dependen de nuestros compromisos. La autoridad de nuestras normas no puede ser establecida por revelación divina o propiedades naturales sino que debe ser instituida, mantenida y justifica por nuestras prácticas. Si no apelamos a fuerzas misteriosas o a una autoridad sobrenatural, no significa (como dice Weber) que creemos que todo puede ser dominado por el cálculo. Al contrario, tener Fe secular es reconocer que dependemos esencialmente — y respondemos a- otras personas que no pueden ser dominadas o controladas, pues todos somos seres libres y finitos.
Del mismo modo, las normas por las cuáles guiamos nuestras vidas pueden cuestionarse, retarse, y revisarse. Lejos de ser un impedimento a la “comunidad genuina”, el reconocimiento de que somos responsables por la forma de nuestra vida compartida está en el centro del compromiso moderno y secular a la democracia. Como otros político teólogos, Weber no tiene fe en la democracia como un poder de facto de la gente sino que cree que debe subordinarse a un líder carismático (un Führer, como lo designó Weber a esta función quince años antes del ascenso de Hitler al poder). Sin un líder que ocupe el rol de una autoridad religiosa, la democracia supuestamente no tiene nada que anime “el alma”, pues para Weber no hay característica de la vida secular misma que pueda unir a las personas en comunidad genuina.
Entonces, mientras Weber se presenta como alguien que ofrece un diagnóstico valorativamente neutral, su evaluación negativa de las posibilidades de la vida secular traiciona sus presuposiciones religiosas. Por presuposiciones religiosas no sugiero que Weber cree en Dios o la eternidad, sino que considera nuestra finitud como una restricción negativa y asume que la vida secular sufre necesariamente de una falta de significado. Weber se enorgullece de tener el coraje de hacer frente al “vacío” de la vida sin religión — contrastándose a aquellos que “no soportan el destino de nuestros tiempos” y huyen a “los brazos de la viejas iglesias” — pero su idea de vida secular como vacía o sin sentido es en sí misma una noción religiosa.
Por lo tanto, cuando Weber afirma que el compromiso al progreso mundano hace a nuestras vidas sin sentido más que significativas, la autoridad a la que apela es el autor devotamente religioso Leo Tolstoi. El argumento de Weber exhibe una sorprendente incapacidad para comprender las dinámicas para guiar una vida libre y finita. Aparentemente, Weber piensa que una vida gratificante debería guiarnos a un sentido de satisfacción final o completitud, donde uno a tenido “suficiente” de la vida y puede dar la bienvenida a la muerte como “significativa”. Esta es una perspectiva errónea de lo que significa ser una persona que está guiando su vida. Ser una persona no es una meta que se pueda alcanzar sino un propósito que debe mantenerse constante.
Por ejemplo, si decido que mi vocación es la Sociología (como Weber), entiendo el significado de mi vida a la luz de mi compromiso con ser un sociólogo. Ser un sociólogo no es un proyecto que pueda completarse pero un propósito por el cuál guío mi vida y me comprometo con lo que hago. Si mi vida como sociólogo es satisfactoria, no significa que ya haya tenido suficiente de ser un sociólogo. Al contrario, significa que estoy comprometido a mantener mi vida como sociólogo. Incluso si me retiro como sociólogo y me enfoco en otras actividades, aún estoy comprometido a ser sociólogo en tanto me identifico con el trabajo que he hecho (una identificación que puede incluir revisar mis perspectivas o conceder que el trabajo de otros ha rebasado el mío). Si en verdad ya acabé con ser un sociólogo — si de verdad ya tuve “suficiente” — significaría que he renunciado a cualquier forma de cuidado por el trabajo que realicé y quién era yo como sociólogo. Incluso si ya acabé de ser un sociólogo mi vida no está completa. Mientras yo guíe mi vida, debo estar comprometido a uno o varios propósitos — por ejemplo, estar retirado, ser abuelo, ser un ciudadano, ser un amigo — que definen como pienso de mí mismo. Guiar mi vida no es un proceso que pueda finalizar en plenitud, sino una actividad que debo mantener por el bien de algo que me importa. Incluso si un propósito definitorio de mi vida fracasa, este fracaso me importa estoy esforzándome en tener un propósito. La actividad de guiar mi vida — mi esfuerzo en tener un propósito — no puede ni siquiera en principio ser completado. Si mi vida estuviera completa, no sería mi vida, pues habría acabado. En guiar mi vida, no me estoy esforzando por una consumación imposible de quién soy pero por la coherencia frágil y posible de quien estoy intentando ser: para mantener y responder a los compromisos que definen quién me considero ser. Llevar una vida satisfactoria no es alcanzar un estado de culminación sino estar dedicado a lo que hago y ponerme en juego en actividades que me importan.
Por esta misma razón, si llego a un punto donde le doy bienvenida a la muerte porque he tenido suficiente de mí mismo, no significa que mi vida esté plena y reveló su sentido último. Al, contrario, si ya tuve “suficiente” de mi vida, significa que estoy fallando en llevar una vida significativa. La muerte no puede ser la culminación significativa de mi vida, pues mi vida no es algo que pueda “estar” completo. Mi muerte no es algo que experimento como la consumación de algo, pues excluye mi existencia. Mientras mi vida sea mía — sea yo quien la guíe — el libro de mi vida aún está abierto, y no es posible ni deseable “terminar” conmigo mismo.
Contrario a lo que sostiene Weber, no hay correlación en llevar una vida significativa y aceptar la muerte de la supuesta consumación de la vida. Mientras nuestras vidas nos importen, estamos comprometidos con continuarlas (más que con su consumación).
Por la misma razón, el compromiso a la posibilidad de progreso — la cual implica que aquello que nos importa se extiende más allá y no puede ser “completado” en nuestra vida — no le quita sentido a nuestras vidas. Al contrario, parte del significado de lo que hacemos es que puede ser significativo para futuras generaciones y hacer sus vidas mejores que las nuestras.
Si tomamos seriamente la posibilidad de progreso democrático, deberíamos entonces oponernos a la nostalgia conservadora de Weber por el mundo encantado premoderno. Como el crítico Bruce Robbins ha dicho en un análisis lúcido de Weber, “la sugerencia de que una ‘comunidad genuina’ solía existir omite cualquier consideración de aquello que eran excluidos de dicha comunidad — los esclavos y las mujeres en Grecia antigua, por tomar algunos ejemplos de una larga lista. Opiniones sobe lo genuino de la comunidad dependerían de a quién le preguntaran. Si le preguntaras a los trabajadores sin tierras de las Edad Media, esa comunidad tal vez se vería menos indiscutiblemente genuina. Más aún, si trabajadores contemporáneos expresan mayor insatisfacción con sus vidas que los campesinos imaginarios de Weber, es un resultado del aumento de expectativas más que el desencanto — un producto de progreso democrático que compara siglos de resignación de los pobres por su inevitable destino social. No, no había malestar en ese pasado. ¿Por qué? Porque la gente conocía su lugar. Podemos entonces ofrecer un diagnóstico distinto de nuestro predicamento que el propuesto por Weber y sus seguidores. Las insatisfacciones de nuestro estado actual de secularización no son debido a nuestra idea de progreso. Como enfatiza Robbins, las insatisfacciones son más bien por la “falla del progreso”, es decir, nuestra “falla de alcanzar un nivel de justicia social que el mundo premoderno ni siquiera intento alcanzar”.
La clave de la comprensión de la promesa de la vida secular puede encontrarse en las obras de Karl Marx. El pensamiento de Marx seguido se confunde con los regímenes comunistas totalitarios del siglo XX, pero yo lo defiendo como el heredero más importante del compromiso secular con la libertad y la democracia. En contraste a Weber y otros teólogos políticos, Marx no tiene nostalgia por el mundo premoderno. Más bien, aclara que tanto el capitalismo como el liberalismo son condiciones de posibilidad histórica para la emancipación que defiende. Por esa razón Marx, en su crítica al capitalismo y al liberalismo, problematiza estas formas de vida en sus propios términos. Busca mostrar que el capitalismo y el liberalismo requieren su propia superación en virtud del compromiso secular que cargan consigo mismos hacia la libertad y democracia.
En el momento que vivió Marx — y que inspiró sus escritos — había un creciente reconocimiento secular de que somos lo que hacemos y que podemos hacer las cosas distinto. No tenemos que estar sujetos a las leyes de la religión o el capital, sino que podemos transformar nuestra situación histórica y crear instituciones para el libre desarrollo de los individuos sociales como un fin en sí mismo.
Entonces, en el tardío siglo XIX y temprano siglo XX — durante las mismas décadas cuando Weber lamentó la supuesta pérdida de “comunidad genuina” — trabajadores formaron organizaciones socialistas democráticas para proveer un sentido de identidad y solidaridad prácticas, así como un propósito ético y político. Los movimientos de trabajadores organizaron grupos de jóvenes, coros, clubs de libros, equipos deportivos, y otras actividades comunales. Persiguieron la democracia en las calles publicando periódicos diarios y revistas que proveían un foro para debate abierto y continuo sobre los riesgos y metas del movimiento. A trabajadores de todo tipo les ofrecieron más educación, las mujeres se juntaron para perseguir su propia emancipación, y había una causa común en el esfuerzo compartido de construir una mejor sociedad. Las palabras de un minero alemán, de treintaitrés años y ocho hijos, hacen eco del testimonio de muchos trabajadores durante este periodo. “El movimiento trabajador moderno”, dijo en 1912, “me enriquece a mí y a mis amigos a través de la creciente luz del reconocimiento. Entendemos que ya no somos el yunque sino el martillo que forma el futuro de nuestros hijos, y ese sentimiento vale más que el oro”. Este sentido de riqueza espiritual — que podemos ser sujetos de nuestra historia y no sólo sujetos a nuestra historia — está en el centro de la noción de emancipación de Marx.

La creciente solidaridad internacional de movimientos de trabajadores fue en su mayoría rota por la primer guerra mundial, que estalló en 1914. Para el momento de la revolución rusa en 1917, las condiciones materiales y sociales para crear una nueva forma de sociedad estaban en su mayoría en ruinas. Como la gran pensadora política, feminista y activista Rosa Luxemburgo observó en su tiempo, Rusia era una “tierra aislada, exhausta por la guerra mundial, estrangulada por el imperialismo, traicionada por el proletariado internacional”. Bajo dichas circunstancias, era virtualmente imposible alcanzar un socialismo democrático ejemplar. Como lo dijo Luxemburgo, no se podía esperar que los revolucionarios “hicieran milagros” sino que debían comprenderse “dentro de los límites de sus posibilidades históricas”. Aún así, ya durante las primeras etapas de la revolución rusa, Luxemburgo advirtió correctamente contra los peligros de hacer virtud la necesidad y perder el compromiso con la democracia. Sería fatal, decía, si los revolucionarios “congelaran en un sistema completamente teórico las tácticas que les fueron forzadas por las circunstancias fatales” y “almacenaran como descubrimientos nuevos todas las distorsiones prescritas en Rusia por la necesidad y la compulsión — subproductos de la bancarrota del socialismo internacional en la presente guerra mundial”.
Para los tiempos de Stalin y Mao, la bancarrota se habría completado. Nadie que tome la batuta de las ideas de Marx el día de hoy debería hacer excusas para dichos regímenes totalitarios, que fallaron en comprender las reflexiones de Marx no sólo en práctica pero también en teoría. Para retomar y desarollar las reflexiones de Marx en una nueva dirección, necesitamos más bien confrontar el problema fundamental de la libertad que a él le preocupó.
La tarea es aún más importante porque la apelación a la libertad en décadas recientes ha sido apropiada por agendas en la derecha política, donde la idea de libertad sirve para defender el “libre mercado” y en general se redujo a una concepción formal de libertad individual. Respondiendo a ello, muchos pensadores de la izquierda política se han retirado e incluso explícitamente rechazado la idea de libertad. Esto es un error fatal. Cualquier política emancipatoria — así como cualquier crítica al capitalismo — requieren una concepción de libertad. Sólo a la luz de un compromiso a la libertad podemos hacer algo inteligible como opresión, explotación, o alienación. Más aún, sólo a la luz de un compromiso con la libertad podemos dar cuenta de lo que intentamos lograr y por qué importa.
Por ello no podemos entender la crítica de Marx al capitalismo a menos que comprendamos la noción de libertad con la que se compromete. Comprender esta noción requiere comprender porqué preguntas de economía y condiciones materiales son inseparables de las preguntas espirituales por la libertad. La organización económica de nuestra sociedad no es un mero medio instrumental para la persecución de fines. Más bien, nuestra economía compartida en sí misma expresa cómo entendemos la relación entre medios y fines. Los asuntos económicos no son abstractos sino que conciernen las preguntas más generales y concretas de qué hacer con nuestro tiempo. Como mostraré a detalle, el cómo organizamos nuestra economía es intrínseco a cómo vivimos juntos y lo que colectivamente valoramos.
Desde sus escritos tempranos hasta los tardíos, los temas de los análisis económicos de Marx proceden desde una comprensión filosófica de lo que significa estar vivo y ser libre. Todos los seres vivos son finitos, tanto en el sentido que no son auto-suficientes y en el sentido de que van a morir. Los seres vivientes deben, por tanto, tomar de su ambiente para sustentarse. Un ser viviente no puede simplemente existir sino que debe hacer algo para mantenerse vivo. La necesidad de un organismo vivo para sustentarse a sí mismo — el trabajo requerido para mantenernos vivos — define de manera mínima lo que Marx llamó el ámbito de la necesidad. Porque somos seres vivientes, debemos trabajar para mantenernos. Aun así, no se requiere todo nuestro tiempo para asegurar nuestra supervivencia biológica, y es una pregunta abierta para nosotros el qué deberíamos hacer con nuestro excedente de tiempo. Esto porque, para Marx, también vivimos en el ámbito de la libertad. Podemos hacer de nuestra actividad vital una actividad libre, pues nos podemos preguntar a nosotros mismos qué hacer y si lo que hacemos es lo correcto.
Más aún, a través de las innovaciones tecnológicas (desde las herramientas más simples hasta máquinas avanzadas) podemos reducir el tiempo que necesitamos para expandir la seguridad de nuestra supervivencia, reemplazando gran parte de nuestra labor viviente con capacidades inanimadas para producir bienes sociales. Podemos entonces disminuir nuestro ámbito de necesidades (el tiempo requerido para mantenernos vivos) e incrementar el ámbito de la libertad (el tiempo disponible para actividades que contamos como fines en sí mismos, que incluyen tiempo para confrontar la pregunta de qué nos importa y qué actividades deberían contar como fines en sí mismas).
El ejercicio de nuestra libertad espiritual depende tanto de las condiciones materiales de producción como de las relaciones sociales de reconocimiento. Mientras gastemos nuestro tiempo en un trabajo que no es gratificante sino que sólo sirve como medio para nuestra supervivencia, nuestro tiempo de trabajo no es libre, pues no podemos afirmar que lo que hacemos es una expresión de lo que somos. En lugar de ser libres para involucrarnos en la pregunta de qué hace valiosa la vida — la pregunta de qué debemos hacer con nuestro tiempo — nuestras vidas están hipotecadas a una forma de trabajo requerida para nuestra supervivencia. Para llevar una vida libre no es suficiente que tengamos el derecho a la libertad. También debemos tener acceso a recursos materiales así como las formas de educación que permiten perseguir nuestra libertad y apropiarnos de la pregunta sobre qué hacer con nuestro tiempo. Lo que pertenece a cada uno de nosotros — lo que es irreduciblemente nuestro — no es propiedad o bienes sino el tiempo de nuestras vidas.
Para aclarar, el énfasis en mi vida — o tu propia vida — no se opone a la sociabilidad. Como Marx subraya, “mi propia existencia es actividad social, y por lo tanto aquello que hago de mí mismo, lo hago para la sociedad y con la conciencia de mí mismo como un ser social”. Por lo tanto, ser “dueño” de tu vida no es ser independiente sino ser capaz de reconocer tu dependencia. Un buen ejemplo es la experiencia del amor. Cuando amas a alguien — como amigo, como padre, como compañero de vida — tu dependencia al otro no es una restricción que te impida ser libre. Más bien, tu dependencia en el otro pertenece a la vida que afirmas como tuya. Actuar en pos de quien amas no es un propósito ajeno sino la expresión del compromiso en el que te puedes reconocer a ti mismo, pues cuidar los intereses y bienestar del otro es parte de tu propia comprensión sobre quién eres. Asimismo, si el trabajo que haces es por el bien de algo en lo que crees como un fin en sí mismo — como lo es para mí cuando imparto mis clases o escribo este libro — incluso las demandas de trabajo difíciles o exhaustivas no son una imposición externa a una libertad anterior. Al contrario, las demandas de mis estudiantes y las dificultades de mi escritura son una parte intrínseca de la forma de vida a la que me comprometo.

Si no te puedes ver a ti mismo en el propósito de tu ocupación, entonces tu tiempo de trabajo está alienado, incluso si trabajo tiene un gran salario y mucho prestigio social. Esto tal vez parezca un pequeño problema comparado con las condiciones laborales de la mayoría de la gente que produce las mercancías que pueblan nuestro mundo. Ciertamente hay una horrorosa diferencia entre aquellos que ensamblan nuestras computadoras en fábricas o manufacturan nuestras ropas en maquilas y aquellos que prendemos nuestras computadoras o nos ponemos la ropa mientras olvidamos las condiciones laborales bajo las fueron producidas. Pero desde la perspectiva de Marx estos problemas están conectados, pues versan sobre cómo nuestra vida económica compartida está organizada y cómo es hostil a nuestra libertad. Para poder llevar vidas libres y ser dueños de lo que hacemos, debemos ser capaces de vernos tanto en el propósito de nuestra ocupación como en las condiciones sociales del trabajo que sostiene nuestras vidas; ser capaces de reconocer nuestro propio compromiso con la libertad en las instituciones de las que dependemos y a las que contribuimos. Dicha identificación requiere que todos tengamos la libertad de participar en posibles transformaciones del propósito de lo que hacemos — transformaciones democráticas de las instituciones sociales del trabajo — así como la libertad de renunciar o cuestionar nuestra supuesta vocación en favor de alguna ocupación distinta.
En resumen, nuestra libertad requiere que podamos apropiarnos de la pregunta de qué hacer con nuestro tiempo. Para Marx, el progreso político se mide acorde al grado en que permite la libertad de hacernos esa pregunta. Esto explica porque todas las lecturas de Marx postulan una resolución final como el fin de la política — ya sea en la forma de un Estado totalitario o una vida utópica que sobrepasaría la finitud — traicionan las reflexiones más importantes de su trabajo. La meta no es sobrepasar la finitud, sino transformar cualitativamente nuestra habilidad de llevar vidas libres. Incluso en nuestro estado más ideal nuestras vidas tendrían que lidiar con los riesgos de la finitud — los riesgos de perder lo que amamos y perder nuestra habilidad de hacer lo que amamos — pues estos riesgos son intrínsecos a la libertad misma.
Más aún, no hay esperanza de dejar atrás el ámbito de la necesidad. Cómo guíamos nuestras vidas en el ámbito de la libertad es inseparable de cómo vivimos nuestras vidas en el ámbito de la necesidad. Como seres vivientes, siempre tendremos que hacer algo de trabajo para mantener nuestras vidas, y el trabajo no es en sí mismo algo malo. Al contrario, todas las formas de actividad libre — como en mis ejemplos de enseñar y escribir — son en sí mismas formas de trabajo. Una vida emancipada no es una vida libre de trabajo, sino una vida que podemos perseguir trabajo con base en nuestros propios compromisos. Incluso nuestra labor social necesaria puede ser una expresión de nuestra libertad si es compartida en favor del bien común. El objetivo, entonces, es disminuir el ámbito de la necesidad e incrementar el ámbito de la libertad haciendo la relación entre ambos una cuestión democrática. Siempre tendremos que trabajar — para bien o para mal — pero lo que cuenta como labor necesaria y lo que cuenta como labor libre es un asunto de nuestros compromisos y organizaciones sociales. Por la misma razón, la relación entre necesidad y libertad no puede asentarse de una vez por todas sino que siempre debe ser negociada. No hay soluciones políticas definitivas en Marx sino más bien la clarificación de un problema vital. Lo que necesitamos negociar — tanto individual como colectivamente — es cómo cultivar el tiempo finito que es la condición de nuestra libertad.
Podemos así entender porque la llegada del capitalismo es una forma de progreso para Marx. La labor asalariada durante el capitalismo es históricamente la primer forma social que en principio reconoce que cada uno de nosotros es “dueño” del tiempo de nuestra vida y que dicho tiempo es inherentemente “valioso”. A diferencia de los esclavos — que eran sistemáticamente negados de la propiedad de su tiempo — somos “libres” de vender nuestra labor a alguien que está dispuesto a comprarla. Más aún, la labor asalariada está explícitamente concebida como un medio para alcanzar el fin de llevar una vida libre.
Sin embargo, la promesa de lograr libertad a través de la labor asalariada es necesariamente contradictoria por cómo medimos el valor de nuestras vidas bajo el capitalismo. La crítica de Marx de la medición de valor bajo el capitalismo es el argumento más importante de toda su obra, pero también el más incomprendido. Contrario a supuestos ampliamente compartidos — tanto entre sus seguidores en la izquierda como sus críticos en la derecha — Marx no se suscribe a una teoría general del valor, que sostiene el trabajo como la fuente necesaria de toda riqueza. Más bien, Marx argumenta que la producción de riqueza bajo el capitalismo implica una medida históricamente específica del valor (tiempo de trabajo socialmente necesario), que contradice el valor del tiempo libre y debe sobrepasarse por el bien de nuestra emancipación.
En mi desarrollo de la crítica de Marx a la métrica capitalista del valor, argumento que nos lleva a una reevaluación del valor. La reevaluación requiere no una transformación tanto práctica como teórica de la manera en que llevamos nuestras vidas. Desde nuestra organización social del trabajo hasta nuestra producción tecnológica de bienes y formas de educación, necesitamos perseguir una reevaluación que reconozca nuestra vida finita como la condición de importancia y valor de cualquier otra cosa. Marx mismo tiene muy poco qué decir sobre como llevaríamos nuestras vidas más allá del capitalismo. Retomando lo que Marx llama comunismo, sin embargo, desarrollo una nueva visión de socialismo democrático que está comprometido a proveer las condiciones materiales y espirituales para que cada uno de nosotros lleve una vida libre, en reconocimiento mutuo de nuestra dependencia los unos a los otros. A través de una crítica al capitalismo y al liberalismo en sus propios términos, especifico los principios generales del socialismo democrático y elaboro sus implicaciones concretas. Lo que llamo socialismo democrático no es ni un programa impuesto ni una utopía abstracta. Más bien, derivo de los principios del socialismo democrático del compromiso a la libertad e igualdad que ya profesamos.
El proyecto político del socialismo democrático requiere fe secular. Tener fe en la posibilidad de realizar la libertad no es lo mismo que creer que está garantizada o que puede ser asegurada. Tener fe en la posibilidad de libertad es tener fe en algo que siempre será precario y discutible, incluso en su realización más plena.
La lucha por la libertad es un acto de Fe secular porque está comprometido con una forma de vida individual y colectiva que es esencialmente finita. El compromiso a una vida libre y finita está implícito en todas las formas de resistencia a la explotación y alienación. La única habilidad que puede ser explotada o alienada — y la única que puede ser liberada — es nuestra habilidad de apropiarnos de la pregunta de qué hacer con nuestro tiempo, pues dicha habilidad se presupone a todas las formas de libertad. La habilidad ciertamente se desarrolla y necesita de formación cultural, pero sin fe en dicha habilidad la idea de libertad es ininteligible. Para ser sensible ante la explotación o alienación de la vida de alguien tienes que creer en la frágil posibilidad y el valor intrínseco de su habilidad para ser dueños de su tiempo. La misma fe secular es exhibida por quien sea que tome la lucha en contra de su propia opresión. Para entenderte a ti mismo como un ser explotado o alienado, tienes que creer que tienes tiempo precioso y finito para vivir y que tu propia vida está siendo arrebatada cuando toman tu tiempo.
Acorde a esto, la cultivación de tu fe secular es indispensable para políticas progresivas. La búsqueda de la emancipación requiere que seamos comprometidos a mejorar las condiciones materiales y sociales de libertad como fines en sí mismos. Esta es la razón por la que Marx enfatiza que la crítica a la religión debe acompañarse por una crítica a la existencia de nuestras formas de vida conjunta. Que aquellos esclavizados o viviendo en la pobreza necesitan fe en Dios para llevar sus vidas no es una razón para promover la fe religiosa sino una razón para abolir la pobreza y la esclavitud.
La necesidad de esta perspectiva crítica y emancipatoria es tan apremiante como siempre. Vivimos en una época donde la desigualdad social, el cambio climático y a injusticia global se entrelazan con el resurgimiento de formas religiosas de autoridad que niegan la importancia última de estos asuntos. Una respuesta dominante es retroceder de la Fe secular en la posibilidad de progreso, en favor de aseverar la necesidad de un sentido religioso de “plenitud” para sostener nuestras vidas morales y espirituales. Este libro busca combatir todas las formas de teología política. En contraste, ofrezco una perspectiva secular de porqué todo depende de lo que hagamos con nuestro tiempo juntos. El declive de la fe religiosa en la eternidad no es algo a lamentar. Más bien, provee la oportunidad de hacer explícita y fortalecer nuestra fe secular en esta vida como un fin en sí mismo.